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El verano que no acaba

Publicado el 14 septiembre 2012 por manuguerrero

Mi abuelo murió hace ahora seis años y recuerdo a menudo varias cosas suyas. Entre ellas, su afición por la risa. Aunque siempre serio, era infalible a la hora de hacer reír a los demás. Tenía un don para improvisar golpes y contar historias de «gente antigua», como a él le gustaba decir. También tengo muy presente su amor por los palomos. Todos los años renunciaba a muchas cosas para poder seguir con su gran afición: cuidar y observar a sus palomas, que mimó desde los catorce años hasta la tarde antes de morir.

Pero también recuerdo mucho últimamente -y con el tiempo he aprendido a valorarlo- una pregunta que me hacía cada vez que nos veíamos, allí en nuestra Córdoba natal: ¿Y a Juan, lo has visto últimamente? Se refería, claro, a Juan y Medio, por el que sentía verdadera devoción. Hablábamos de él como si fuera un amigo común. Era curioso porque me preguntaba qué era de su vida, si fuera de las cámaras era así de campechano y si ejercía siempre esa ternura y simpatía con los demás. No se me olvidará nunca la cara de fascinación que puso aquella vez que le conté que había estado grabando un reportaje en Lúcar con los allegados del famoso presentador. Pero poco más podía decirle. Es cierto que con Juan he coincidido en unas cuantas ocasiones -los dos nos dedicamos a esta bendita profesión- y que hemos trabajado en un mismo edificio (aunque en equipos diferentes), pero no he tenido el gusto de tenerle nunca como amigo o compañero. Algo que a mi abuelo, desde luego, le hubiera encantado porque le profesaba gran admiración. Pasaba más tiempo con él que con sus hijos o nietos gracias a las horas que pasaba sentado en su sillón. Y es comprensible. En sus últimos años, mi abuelo solo salía a la calle un rato por las mañanas. El resto del día lo pasaba entre su magnífica azotea (imprescindible para su palomar) y su salita-comedor. Veía todos los programas de Juan porque le caía bien, se reía y le hacía pasar rápidas las horas.  «Es que es un fenómeno», me decía cada dos por tres.

Ahora es mi abuela, que se ha quedado sola en casa, la que se ve obligada a pasar largo tiempo frente al televisor. Tiene cerca de 80 años, vive en una cuarta planta sin ascensor y, para colmo, tiene una pierna fastidiada, de modo que no puede salir a la calle cada vez que le plazca. Este verano se le está haciendo eterno. Ya me ha preguntado más de una vez si sé cuándo volverá Juan y Medio a las tardes de Canal Sur. «No lo sé», le digo, «veremos si vuelve, abuela». «Pues anda que estamos apañados», me replica. Y se ríe, porque también tiene sentido del humor.

A mi abuela no le gustan las telenovelas ni «los programas de las locas de la 5», como ella misma califica. Así que zapea pero no hay manera de cogerle el hilo a nada. La imagino viendo anuncios, escrutando el mueble del televisor -por si encuentra una mota de polvo-  y lamentándose de los achaques de la edad. No hay nada que la entretenga más de cinco minutos. Por eso se le está haciendo el verano interminable. Ni quiere ver los culebrones de la tarde ni los repetidos programas de Menuda noche, el exitoso programa de los niños de los viernes por la noche.

El entretenimiento es algo muy serio. No voy a caer en el desliz de compararlo con la cultura. Cultura es otra cosa, sin duda mucho más importante. Pero no por ello hay que quitarle valor a la noble voluntad de distraer a los demás. Los ancianos, como los niños, forman el colectivo social con más tiempo libre disponible y, en cambio, con menos recursos para invertir en distracción. Son los que más horas dedican a ver televisión y para los que existe, en cambio, menor o peor oferta televisiva. La explicación es bien sencilla: la televisión comercial no se entiende sin sus propios intereses publicitarios. Pero ahí es donde ha de hacerse valer la televisión pública, la que pagamos todos para que cumpla su exigente cometido social.

Muchas veces me he visto envuelto en discusiones sobre televisión. No admito esa equiparación entre telebasura y los programas que presenta Juan y Medio en Canal Sur. Y, créanme, aunque parezca imposible hay quien lo sostiene. A mi juicio, muy equivocadamente. Sus programas pueden o no interesarnos a quienes rondamos los 30 años. No sigo los dibujos animados y no por ello devalúo la calidad del género. Creo, desde luego, que pocas veces se ha tratado con tanto cariño a nuestra ancianidad y pocas veces se le ha entretenido con un producto tan blanco y saludable. Y recordemos que La tarde. Aquí y ahora tenía una audiencia acumulada de 900.000 espectadores, con una cuota de pantalla rondando el 15%. A esa hora no es fácil lograr esos números sin hurgar en el posible divorcio de la cuñada de una difunta y querida tonadillera. Con voces y sin respeto es más fácil llegar a cierto público porque parece que llevamos la bronca y la disputa en nuestra genética cavernaria.

Dicen que la clave de la continuidad del espacio está en el sueldo que percibe el propio presentador. Él alega no saberlo exactamente y, por tanto, no voy a ser yo quien diga si su salario es excesivo o no, justo o descabellado. Supongo que existirán fórmulas para ofrecer un programa con un presupuesto ajustado a las circunstancias pero sin menospreciar que el ocio de nuestros abuelos es o debería ser sagrado. También me consta que gracias a su programa y al negocio de su empresa viven casi 80 familias del sector, y que no son peores profesionales que los que están en plantilla de cualquier otro organismo oficial. Creo que se me entiende…

No voy a discutir la máxima inviolable (así quieren hacérnoslo creer ahora) de la rentabilidad económica, pero sí sería adecuado valorar debidamente el impacto social y emocional que tienen los medios de comunicación, muy especialmente la televisión. Y tomarse en serio. Aún sigo sin entender por qué este verano (el gran verano de la crisis, el verano con más parados de la Historia y el de menos oportunidades para viajar) estamos soportando la peor programación de la última década, con programas multirrepetidos y en la mayoría de los casos sin el más mínimo interés. No me refiero a ninguna cadena en particular. Alguien debería, por cierto, percatarse de que repetir en verano un programa del invierno anterior es la mejor manera de quemarlo para la siguiente temporada. Y, por tanto, de arruinar el propio negocio que se procura salvaguardar.

Pero no vine aquí para hablar de dinero. Solo quería compartir una reflexión.

La crisis se ha empeñado en empequeñecernos, reducirnos. Pero no deberíamos descuidar los asuntos importantes.


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