¿Es posible Europa?

Publicado el 12 julio 2012 por manuguerrero

Mi anciana abuela -cumple 90 el mes que viene- está convencida de no morirse sin vivir Otra. Mi anciana abuela, a pesar de su edad, tiene la cabeza en su sitio, se levanta y acuesta con la radio y cada vez que un periódico cae en sus manos -algo que ocurre muy a menudo- se lo lee de cabo a rabo presumiendo de saber leer porque aprendió, dice, en un «buen colegio de monjas», algo muy atípico (lo de saber leer, no lo de ir a un colegio de monjas) para las dos o tres generaciones posteriores a la suya.

Comenzó a pronunciar la palabra Otra a mediados de 2002, cuando el atraco ya era irreversible. El 1 de enero habíamos sustituido la peseta por esa gran moneda que nos haría ricos y felices y que en la práctica solo suponía que todo, absolutamente todo, se había disparado de precio, convirtiéndonos, de la noche a la mañana, en bastante más pobres de lo que ya éramos por aquel entonces, que no era poco en absoluto. Salvo los afortunados que trabajaban en el boyante negocio de la vivienda, el españolito medio tenía (teníamos) un sueldecito modesto que rara vez se actualizaba con el IPC y cuyo poder adquisitivo iba menguando pasito tras pasito. Subía la gasolina, la comida, el vestido, la cultura… Lo del precio de las casas no es que subiera, es que pasó de ser una limpia compra-venta a directamente una estafa de gánsteres con la que todos parecían estar encantados: pisos que habían costado 8 millones de pesetas en 1998 se vendían 6 años después por 200.000 euros, es decir, más de 33 millones de pesetas. Precisamente en el bloque donde viven mis padres se dieron varios de esos casos. Era descorazonador comprobar cómo algunos vecinos daban el golpe a la vez que se volvían a hipotecar por otros 20 o 30 años. El euro era eso: si nos creíamos ricos por qué no íbamos a vivir como tales. Desde luego, ningún gobierno procuró frenar tamaña orgía de billetes y lujo popular.

Pero mi querida abuela, viendo que aquello no iba a mayores, porque casi nadie protestaba (ahora nos parece increíble pero jamás hubo una manifestación por la abusiva subida de precios ni un solo político protestando ante el Gobierno…) decidió no darnos mucho la vara con aquello de la Otra hasta que de repente -y sin esperarla- vino la Guerra de Irak, los atentados de Atocha, el cambio de gobierno, el no os defraudaré, la crisis, los recortes, otro cambio de gobierno, los nuevos recortes, la segunda recesión, más recortes todavía y volvió a sacar lo que nos temíamos: que ella no se muere sin ver y sufrir Otra. Y es que, como digo, ella procura estar siempre muy informada y lo que ve y escucha es eso: bronca, jaleo y tú peor que yo. Y claro, eso le recuerda demasiado al anticipo de una época que no quiere ni imaginar. Cuántas veces me ha contado que su madre tenía que hacer sopa con la cáscara de las naranjas porque si no, no había forma de que la prole se llevara a la boca algo calentito antes de marcharse a dormir.

Ahora, gracias a la dramática profecía de mi abuela, se me ha venido a la cabeza una herética cuestión: ¿Es posible Europa? Sé que el mero hecho de plantearla puede suponer que me llamen de todo menos bonito y cariñoso. Aquí en España, lo de la Unión Europea era sí o sí, sin remisión. Se trataba de una verdad divina a la que estaba prohibido objetar. Poner en duda los beneficios de la comunidad europea era apostar seguro a ser un apestado. Evidentemente, teniendo en cuenta lo que significa Europa, cuna de la civilización occidental, la cultura y los derechos sociales, quién lo iba a imaginar. Como si una cosa supusiera negar la otra.

Pues bien, este año cumplimos 10 años con el euro en nuestros bolsillos (es un decir) y ¿no les ha llamado la atención que no haya ningun tipo de conmemoración? En efecto, no hay nada que celebrar. Diez años después de que nos prometieran el oro y el moro tenemos 11’6 millones de españoles en situación crítica o por debajo del umbral de la pobreza5 millones de parados (creo que antes de que acabe 2013 habremos llegado a 7) y más del 50% de los jóvenes sin empleo ni perspectivas de tenerlo. La realidad nos ha vuelto a enseñar los dientes: no somos más que un pordiosero encerrado en una fiesta de Briatore. En el Billionaire de Marbella, por ejemplo.

España, antes de entrar en el euro, tenía un grave problema de competitividad, pero como podía controlar el valor de su moneda podía devaluarla convenientemente y equilibrar la balanza de exportaciones e importaciones, que es lo que en realidad genera riqueza, empleo y prosperidad: ingresar más de lo que se gasta. En mi opinión, íbamos por buen camino: una democracia más o menos consolidada, una población mejor formada, mayor apertura internacional, buenas relaciones con América Latina y con el resto de Europa… Hoy, el problema de la competitivividad es mucho mayor porque han surgido nuevos competidores (de China traeremos pronto hasta el aceite de oliva) y porque somos un país pobre disfrazado obligatoriamente de rico: lo poco que producimos hemos de venderlo en euros, un traje a la medida de Alemania que, lógico y comprensible, se nos queda demasiado grande.

No nos engañemos: los principales beneficiarios del euro han sido las entidades bancarias y los fondos de inversión, que han tenido un mercado mayor para prestarse dinero, invertir, reinventir y obtener ganancias que, como todos sabemos, han dedicado a la especulación y no a la economía productiva. Encima, sin que nadie les vigilara (me pregunto para qué han servido los bancos nacionales y el Banco Central Europeo). Y ahora que las entidades financieras se han quedado sin fondos toca a la ciudadanía apretarse el cinturón y reunir, en el caso de España, los 65.000 millones de euros que necesita el saneamiento de la banca. Qué casualidad.

Y con estos graves problemas viene, irremediablemente, la crisis de identidad. El 54% de los alemanes está en contra de ayudar económicamente a los países con problemas. ¿Es así posible Europa? La construcción europea era desde luego un proyecto ilusionante, que no había hecho nada más que empezar, pero ¿es viable? ¿es factible su perdurabilidad a lo largo del tiempo? Pensemos en los requisitos indispensables para una construcción de tal magnitud: identidad común, unidad fiscal y políticas equitativas. Ninguna de las tres se da actualmente y previsiblemente no se dará nunca. ¿Cómo hacer país con realidades tan dispares como las de Bélgica, Alemania u Holada, por un lado, y España, Grecia o Portugal, por otro? En nuestro país tenemos el ejemplo vivo de lo difícil que es la unificación. Cumplimos dos siglos de la Constitución del 12, primer documento que acreditaba la unidad nacional, y aún seguimos con disputas porque hay varias autonomías tanteando su independencia porque no se sienten a gusto con el resto de la comunidad. ¿Cómo pretendemos que holandeses y portugueses se quieran si catalanes y extremeños se ponen a parir cada vez que se habla de dinero? ¿De verdad hemos pensado qué significa la unión política y económica de la Vieja Europa? En España estamos ya demasiado escarmentados con la invertebración de los pueblos para que encima, ahora, nuestra política tributaria y de inversiones se decida nada menos que en alemán.

Esta grave crisis que va a alterar drásticamente nuestra forma de vida (seguramente serán nuestros nietos quienes recuperen el estado de bienestar del que gozaron nuestros padres) debería servirnos para replantear qué beneficios nos ha supuesto pertenecer a la Unión Europea, y si ha merecido la pena más allá de tener ahora una red ferroviaria de alta velocidad al alcance cada vez de menos gente. Porque, sinceramente, conmueve ir a la tienda y ver cómo tus vecinos tienen que dejar junto a la caja del supermercado la mitad de su cesta porque no les llega para pagar la cuenta. 15 o 20 euros es demasiado para una familia con todos sus miembros desempleados. Pero es que en la puerta lo pone claro: «Aquí no se fía». Un cartel que a mi abuela trae malísimos recuerdos. 

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