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Antonio o el arte de disfrutar

Publicado el 27 diciembre 2018 por manuguerrero

Hoy hubiera sido su cumpleaños y dan ganas de celebrarlo. Si pudiera opinar no tendría duda: “Comed y bebed por mí, ¡y que no se os olvide poner la música!”. Esa era su filosofía: vivir, gozar y compartir. Y si era con música, mucho mejor.

Nunca olvidaré el día que lo conocí. Fue de casualidad en la calle Muñices. Yo iba con su hija, que estaba conociendo por entonces. Lo que más me sorprendió fue su timbre de voz, grave y elegante. Muy acorde con su cultura general. Bien pudo ser un excelente locutor de radio. Tenía madera y actitud. Le gustaba la actualidad. Si te lo cruzabas por la mañana en la calle, siempre iba con el periódico en la mano. Le interesaba su ciudad y su mundo. Sobre todo, su agenda. Qué enfados cogía cuando se presentaba a un acto anunciado en prensa y el conserje le decía: “Perdone, pero eso fue ayer”. “¿Es que la agenda se la encargan a un becario?”, se reía entre bromas. “¡Si es lo más importante del periódico, el plan para hoy!”. Porque no se perdía una: un concierto de música barroca, una conferencia de economía o una feria de muestras. Le gustaba absolutamente todo. No habrá nadie en Córdoba que haya asistido a más eventos que él. Era un verdadero cordobita.

Una noche, a eso de la una, recién llegados de una barbacoa y mientras veíamos un debate en televisión, descubrió en el periódico que a las dos y media de la mañana había un concierto de Valderrama en la plaza del Potro. “¿Vamos?”, me preguntó. A las 5 de la mañana estábamos tomándonos una copita en el Clandestino “para no irnos directamente a dormir.”

Vivía a lo ancho. No había restaurante que no conociera o quisiera conocer. Desde El Choco a Casa Luis. Si salíamos a comer en familia, nos hacía pedir muchos platos para probarlos todos.  Y nunca podía faltar el salmorejo: era su gran debilidad, por encima de cualquier exquisitez. Después de la comida, el helado, la copa y el paseo. No tenía fin su afán de vivir.

Cuando se jubiló lo primero que hizo fue apuntarse a la Universidad, al aula de la experiencia. Su gran dilema era qué asignaturas descartar. Todas le interesaban: Geografía, Historia, Música, Informática… Con sesenta y tantos años y lo hacía todo: el gimnasio, excursiones gastronómicas, varios clubes de senderismo etc…

Pocos días antes de recibir la peor noticia de su vida estaba haciendo el camino de Santiago. Con muchos dolores, pero demostrando su compromiso con la vida. En el Obradoiro se tiró al suelo y alzó los brazos. Fue la última batalla que ganó. Pero no la única.

Con su marcha, a los 65 años, dejó una familia ejemplar: una mujer que aún cuida de él, dos hijos extraordinariamente buenos y tres nietos que han de mirar a las estrellas para seguir hablando con él. Porque de todos los papeles que encarnó, con el de abuelo sacó matrícula de honor. “Se me cae la baba mirándolos”, decía cada dos por tres. Se nos fue el 5 de julio y todavía siguen apareciendo regalos que tenía guardados para ellos. Era un amor especial: “Si le pido a los Reyes Magos que me devuelvan a mi abuelo, ¿me lo pueden traer?”, nos preguntó un día mi hija. Ojalá la vida funcionase así. Pero no, la vida cuando acaba, acaba para siempre.

Antonio Domínguez Morales ha conseguido algo muy difícil: ser ejemplo de vitalidad y alegría. Desde su marcha y ante la duda, yo siempre me pregunto: qué hubiera hecho Antonio si estuviera en mi lugar. Y de las entrañas me brota su voz grave y elegante, siempre con una respuesta acertada. Motivo suficiente para estar siempre agradecido.

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