Recuerdo ir a la peluquería como un acto placentero, sobre todo cuando tenías que pedir la vez y esperar leyendo el periódico o las revistas de actualidad semanal, como Tiempo o Interviú. A veces, si tenías suerte, oías la música que te gustaba, como aquella vez en D-Mode que sonaba una maravillosa selección de oldies que incluía algunos de mis grupos favoritos, como Marvelettes, Ronettes o Supremes. Las conversaciones de hombres mayores, a veces -solo a veces- también se me hacían interesantes. Pero eso, poco a poco, fue yéndose inexplicablemente al garete. Ni revistas, ni música guapa ni conversaciones a las que prestar atención. Y lo peor de todo: las peluquerías fueron asumiendo las dinámicas de las clínicas dentales, sin cita previa nada podías hacer. Y en mi caso, no sé vosotros, no puedo anticipar cuándo voy a necesitar un peluquero. Un día me levanto con un pelo pisándome la oreja, y de ese día no puede pasar.
En ese periodo de desencanto, sin saber ya a qué peluquería acudir sin previo aviso, llegó la maldita pandemia y sus múltiples restricciones. ¿Y ahora qué hago yo con estos pelos, si necesito pelarme una vez al mes? Solo me quedaba una solución: comprarme una máquina cortapelos y asumir el riesgo. Total, «burro trasquilao, a los tres días emparejao« he escuchado siempre. Si metía la pata, encerrado en casa nadie se iba a enterar. Le eché valor y este fue el resultado de mi primer autopelado.

Han pasado cinco años y lo que comenzó como una salida de emergencia se ha convertido en una pequeña revolución personal de la que estoy muy satisfecho. Explico por qué:
1. Libertad de horarios (y de espíritu)
Buscar huecos con premura en una peluquería, ahora que se ha puesto de moda repasarse todas las semanas, es un verdadero incordio para alguien con poco tiempo libre. Ese problema desaparece cuando el peluquero eres tú. Me corto el pelo cuando quiero, incluso en horarios impensables para una peluquería: un domingo por la tarde o un martes a medianoche. Esa flexibilidad no tiene precio. Si un día me levanto y decido que necesito un cambio, solo tengo que enchufar la máquina. Si preciso un pequeño repaso, también.
2. Un acto íntimo de autocuidado
Lejos de ser una tarea aburrida, autopelarse puede convertirse en un ritual. Pongo mi música, preparo el espacio, pongo en marcha el incensario y durante esos minutos desconecto del mundo. Es un momento de presencia plena, de concentración y mimo personal. A día de hoy, no lo cambiaría por una charla de compromiso con desconocidos. Además, los restos de pelo son un nitrogenado fertilizante para tus plantas.
3. Empoderamiento
Aprender a cortarme el pelo fue, sobre todo, un desafío. Llevaba décadas con el mismo corte: al 2 en los laterales, al 4 en la cima y a tijera el tupé. Parecía fácil, sí, pero al día siguiente hay que salir a la calle. Perderle el miedo al “¿y si me lo dejo mal?”. Poca gente se arma de valor para autopelarse. Al hacerlo, descubrí una sensación parecida a la de ir solo al cine: una especie de libertad tranquila, de independencia silenciosa. Si lo puedo hacer solo, ¿por qué encargárselo a otro? Ahora me río cuando alguien se sorprende al saber que me pelo yo mismo. Es una satisfacción incontenible.
4. Un ahorro sin (demasiada) importancia
Antes me cortaba el pelo una vez al mes, pagando una media de 10 euros por visita. La cuenta es fácil, he ahorrado desde entonces 600 euros, menos los 35 que me costó la máquina y que me ha dado exactamente cero problemas. Ese dinero, lo sé, puedo invertirlo en lo que quiera (en discos, en libros, en macetas…) pero no me importaría volvérmelo a gastar en la peluquería si volviera a ser lo que era, un acto placentero sin previo aviso.
Si alguna vez te has planteado dar el paso, mi consejo es contundente: adelante.



(En las fotos, el resultado de distintos «autopelados»).