
Creo que es la primera vez que me ocurre. Poner una palabra en Google y que me salgan cero referencias. Ni una. Ni una triste alusión en Forocoches. Quizá quiso decir «megalofobia»… No, megalofobia, no. Re-ga-lo-fo-bia. Aversión general a dar o recibir regalos. Una aversión asumible, cierto, pero incontrolable, incómoda…
Recibir un regalo debería ser un gesto de alegría, una celebración del vínculo humano. Sin embargo, para algunas personas, como a mí, la experiencia puede volverse todo lo contrario: incómoda, invasiva o incluso angustiante. A este fenómeno, poco nombrado pero no por ello inexistente, podríamos llamarlo regalofobia: el malestar ante el acto de dar o recibir regalos.
Desde tiempos antiguos, el intercambio de obsequios ha sido un lenguaje simbólico de poder, afecto, deber y reciprocidad. En muchas culturas, el regalo no es un objeto, sino una declaración: “te pienso”, “te debo”, “te quiero” o incluso, “te controlo”. Esta carga simbólica puede volverse abrumadora para quien no encuentra placer ni naturalidad en estos gestos.
El filósofo cordobés Séneca, en su obra ‘De beneficiis’, reflexionaba profundamente sobre el dar y el recibir, y decía:
“El beneficio no está en la cosa que se da, sino en el ánimo con que se da.”
Pero ¿qué ocurre cuando el “ánimo” mismo es incierto, forzado o socialmente impuesto? Ahí nace el conflicto: regalar deja de ser arte y se convierte en expectativa. Recibir, en vez de gratitud, despierta ansiedad o incluso culpa.
¿Por qué incomodan los regalos?
Quienes experimentan regalofobia suelen compartir ciertas sensaciones:
Sentirse en deuda: Un regalo puede parecer una obligación encubierta, un contrato invisible que impone reciprocidad. Como los favores, que ni se dan, ni se reciben. Se compran.
Falta de autenticidad: Los regalos por compromiso pueden sentirse vacíos, incluso hipócritas. Una vez, por mi cumpleaños, me regalaron un libro de Danielle Steel. A la amiga que me lo obsequió, le ofrecí la posibilidad de que lo leyera antes que yo y nunca se lo reclamé. El verdadero regalo había sido que aceptara la invitación a la fiesta.
Temor a no acertar: Al regalar, el miedo a fallar —a no conocer al otro lo suficiente— puede ser paralizante. A mí también me ha pasado, regalar sin dar en la diana. Y me deja una espina mucho más dolorosa que al revés.
Mi aversión al regalo es, única y exclusivamente, al «objeto», porque no es fácil acertar, por mucho que todos disimulemos. Que tire la primera piedra quien no haya proferido jamás una sonrisa hipócrita.
Quizás el camino hacia la reconciliación con los regalos no pase por evitarlos, sino por redefinirlos. Un regalo no tiene por qué ser un objeto. Puede ser tiempo, atención, una palabra oportuna, una llamada telefónica o escuchar un audio de WhatsApp a velocidad x1, por más que sobrepase los diez minutos de duración. Puede ser la decisión consciente de no regalar nada, sino simplemente de estar.