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¿Dónde empieza y dónde acaba la solidaridad?

Publicado el 05 febrero 2009 por manuguerrero

Acaba de estallar la revuelta y los peores augurios empiezan a cumplirse. Miles de trabajadores del Reino Unido se han puesto en huelga como protesta a la contratación de más de quinientos trabajadores italianos y portugueses para construir un importante proyecto de la petrolera Total en Lincolnshire, al este del país. Es una reacción despreciable y xenófoba, según los medios de comunicación. ¿Quién se atrevería a discutirlo?

Los manifestantes reclaman a su Gobierno medidas proteccionistas frente a la proliferación de contratos con compañías foráneas, una estrategia que abarata los costes con el empleo de mano de obra extranjera, mucho más barata que la mano de obra nacional. Los obreros británicos no aceptan trabajadores importados mientras ellos sufran un cada vez más odioso desempleo.

Está ocurriendo en Inglaterra, pero muy pronto ocurrirá en Francia, en Alemania o, por qué no, aquí en España. Si ocurre en todos a la vez, desde luego, Europa será un pequeño infierno, un hábitat completamente inhóspito, un continente del que huir. Pero ¿cómo hemos llegado hasta aquí?

Durante los últimos diez años, en los que China (recordémoslo, una dictadura capitalista disfrazada de comunismo) crecía económicamente a un ritmo trepidante, los grandes grupos de poder europeos se las ingeniaban para seguir siendo competitivos. La solución la encontraron rápido. Si el gigante asiático crece a costa de explotar sin pudor los recursos humanos, ¿por qué nosotros no? En China, por cuestiones obvias, la mano de obra es infinitamente más barata que en los ricos países occidentales, por lo que el camino más corto para competir con el producto chino es importar mano de obra barata. ¿De dónde? De América Latina, de Europa del Este y de ciertos países africanos.

Sólo mediante esta tendencia suspicaz, España ha pasado en ese corto periodo de tiempo de treinta y nueve millones de habitantes a casi cuarenta y seis, con una natalidad media de, peligrosamente, cero y pico. Esto, en un país con una oferta de empleos tan limitada, ha convertido al mileurista en un tipo afortunado.

En esta lógica de raciocinio es comprensible que, por ejemplo, el dueño de un bar despida a un camarero cordobés que trabaja catorce horas diarias por novecientos euros al mes para contratar a otro ecuatoriano que hace exactamente el mismo trabajo por quinientos cincuenta. Es precisamente lo que le ha ocurrido mi vecino Rafael, que ha quedado sólo para pasear al perro. Ahora se le retuerce el estómago cada vez que el medioburgués de turno le dice que hay que ser tolerantes y respetar a quienes vienen de otras culturas. Como si él, no lo hubiera hecho toda su vida.

Si cada uno de nosotros nos metiéramos en sus pantalones, entenderíamos su desesperación. Imagínate que eres profesor y un día te encuentras en la calle porque ha llegado otro de Senegal dispuesto a dar tus clases por la mitad de tu salario. O que eres médico, abogado o técnico informático y te ocurre exactamente igual. Pues deja de imaginarlo y vete habituando al paro. La Unión Europea ya está buscando mano cualificada barata para seguir siendo competitiva ante los países asiáticos. Es decir que pronto un informático, un profesor de escuela o un ingeniero cobrarán, como mucho, seiscientos euros mensuales. ¿Entenderías así lo que estos días están haciendo los trabajadores desempleados de Lincolshire?

Durante estos años atrás, los ciudadanos hemos estado recibiendo importantes clases de ética y moral. Se nos decía, con apabullo y malas intenciones, que recibir miles de trabajadores del exterior nos hacía ricos culturalmente y que de paso dábamos ejemplo de solidaridad y munificencia. Y callábamos porque lo que bajaba era, tan sólo, el precio de la mano de obra de los jornaleros, camareros y empleados del hogar. Pero no el nuestro.

El tráfico de personas, el mercadeo sofisticado de recursos humanos no es solidaridad ni reparto de riqueza. Que yo sepa, la única solidaridad honesta y sostenible es la de replantear las relaciones comerciales entre los países ricos y los países pobres, la cesión del 0’7 (o más, mucho más…) e invertir en los sistemas educativos y las infraestructuras de los países subdesarrollados. Estas son, y han sido por mucho tiempo, reivindicaciones de la izquierda española, de la clase obrera sensible y sensibilizada, que ninguno de los partidos que ha gobernado ha querido atender.

No nos engañemos. Esto que se vive en Inglaterra no son brotes racistas. Es lucha de clases. Es obreros nacionales contra empresarios nacionales. Nadie tiene nada en contra de un ciudadano camerunés, paraguayo o argentino. Lo que no es de recibo es que el capitalismo salvaje de India o China sea importado al Reino Unido, a Francia o a España. Es un paso atrás demasiado brusco.

El modelo de crecimiento actual está en crisis, desde luego, eso no lo puede discutir nadie, pero la solución no puede pasar por volver al siglo XIX. Emplear en los países ricos a un cinco por ciento de la población pobre no alivia el problema de la pobreza, que es mucho más complejo y exige grandes renuncias por parte de los grandes poderes económicos, que tratan, en estos tiempos de crisis, de aprovecharse descaradamente de la situación. No quieren ganar. Quieren ganar más.

Los ingleses, como tantas veces en la Historia, han vuelto a ser los primeros en sacar las pancartas a la calle. Ellos inventaron la democracia moderna y ellos seguramente inventarán la nueva democracia. Después le copiarán franceses, alemanes, italianos…

En España, aunque tengamos la mayor tasa de desempleo de toda Europa, esto nos suena, paradójicamente, a chino. Es comprensible. Mientras los vip del Club Bilderberg cocinaban nuevas formas de explotación, medio país vivía pendiente de Gran Hermano. Y el otro medio, de la champion league.

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