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No es cuestión de talento

Publicado el 05 octubre 2012 por manuguerrero

Gestión del talento

Eran las nueve menos cuarto y tomaba el segundo café de la mañana. Un bar cualquiera en un barrio obrero de Sevilla. Los clienten entran, desayunan, y con un pie ya en la calle piden al camarero: «Apúntalo en mi cuenta». Y se marchan. Fuera, el bullicio.  Trato de captar todo lo que ocurre a mi alrededor porque es la primera vez que entro en ese lugar. De repente, una noticia del periódico capta toda mi atención: «Ni sé de qué es el trabajo, pero qué más da ahora», dice el titular. Entre los subtítulos: «Miles de personas hacen cola ante una oficina de empleo temporal de Getafe para 150 plazas». «Un sorteo determinará los 1.250 finalistas para los empleos en una fábrica». Atónito. Me quedo atónito.

¡Un empleado buscado por sorteo! Es cierto que, en los tiempos que corren, tener trabajo en España es casi como un premio de la lotería. Pero siempre entendí que esa expresión era tan solo una forma de hablar, una manera de llamarle privilegiado a aquel que tiene una nómina que llevar a casa. Pero parece que no, que no es nada nuevo y que hay tantos aspirantes para cada oferta de trabajo que la vía más práctica de llegar hasta los elegidos es hacer una gran criba numérica, una preselección aleatoria, y solo después entrar a considerar criterios profesionales. No voy a detenerme en este caso concreto de la empresa John Deere, entre otras cosas, porque ni la dirección ha especificado los puestos que necesita cubrir. De ahí la incertidumbre de los candidatos. Tampoco voy a incidir más en las causas radicales que nos han traído hasta esta penosa situación económica (todos, más o menos, tenemos una idea clara y certera), pero sí me gustaría detenerme en algo que siempre he considerado un defecto grave de nuestro tejido económico y social.

Ya defendí aquí mismo, en el artículo Generación Esperanza, la tremenda valía que observo entre los nuevos españoles, entre los que tienen, digamos, menos de cuarenta años, y sobre los que pronto recaerá la responsabilidad de gestionar el país. Miremos para donde miremos podremos constatar la existencia de brillantísimos profesionales: en medicina, biología, ingeniería, arquitectura, artes, universidad, tecnología, periodismo, psicología… Muchos de ellos, con una formación rigurosa y un talento desbordante. Saben y quieren, pero no pueden. Entonces, ¿qué ocurre? ¿por qué no tenemos una sociedad ajustada a ese valor bruto que somos capaces de generar? ¿por qué se rifan en otros países a los españoles que no encuentran sitio aquí?

En mi opinión, el gran problema que arrastramos es el de la gestión. La gestión del talento, concretamente. Resulta evidente que por nuestra propia historia reciente (y me refiero a los tres últimos siglos) la iniciativa empresarial ha estado frecuentemente marginada tanto por el imaginario social colectivo como por las administraciones públicas, que se han pasado décadas (repito: décadas) únicamente tratando de imponer su modelo de estado, unos valores de partido o una ideología muy determinada etc. y olvidando, en cambio, aquello que daba vida a la sociedad en cuestión. Haciendo el coche pero sin ponerlo a prueba. Solo con la llegada de la democracia, en 1975, se vislumbra cierta actitud emprendedora, aunque tampoco se crean que el salto ha sido tal como para provocar el aplauso internacional. Sin ir más lejos, el propio Estado sigue sin modelos adecuados de gestión y promoción de sus funcionarios, muchos de los cuales demuestran fuera de su puesto habitual sus habilidades para realizar trabajos que la propia Administración no les deja desempeñar, por incompetencia o desinterés, y que en cambio deposita en agencias o personas de contratación externa.

En esto de la competitividad y el negocio, tengámoslo claro,  nadie te mira desde cuándo estás ni de dónde vienes sino que valora única y exclusivamente lo que eres capaz de ofrecer. Calidad y precio, nada más.  Es cierto que Reino Unido, Francia o Alemania nos llevan, nada menos, que dos siglos de ventaja, pero ¿cuánto tiempo más -o cuántas crisis- necesitamos para aprender a engrasar la maquinaria productiva y comercial?

Nuestro gran reto para esta década recién comenzada debe ser aprender a detectar con precisión ese talento, promoverlo y protegerlo. Seguro que todos hemos conocido casos de trabajadores (por supuesto, de distinto escalafón) que, a pesar de su deliberada incompetencia, han mantenido sus funciones a lo largo de los años. Esa inflexibilidad es la que sigue ralentizando el despegue económico español. En toda organización empresarial existen personas inquietas, innovadoras, capaces para el cambio y preocupadas por su constante formación. Gente que daría la vida por el trabajo bien hecho. También las hay, en cambio, que se dejan llevar por la inercia y que hacen lo mínimo imprescindible para salir del paso. Dar oportunidades a este segundo grupo para que mejore su motivación o hacerle ver que ya es insostenible es la actitud que, creo, escasea en nuestro modelo empresarial privado y, sobre todo, público. No se trata de neoliberalismo ni de abaratar aún más el despido. Se trata de inteligencia y actitud.

Hasta ahora, cuando el dinero circulaba con fluidez, este defecto quedaba más o menos maquillado en los balances generales porque era cuestión de ganar más o menos dinero, pero siempre con las cuentas en positivo. Con la grave crisis financiera actual y con la irrupción de la feroz competencia asiática, la cosa cambia. Los organismos que no sean capaces de descubir el talento y dejarle paso en su camino están condenados a la extinción. El mercado ya no es complaciente y la carrera es global. Quien produzca mejor y más barato será quien se lleve el gato al agua. En nuestro país, y a pesar de la corriente mayoritaria, creo que tenemos herramientas suficientes para jugar en los dos partidos: el del precio y el de la calidad. Pero hay que cambiar el chip. Invertir en talento es ahorrar en incompetencia. Porque el trabajo no es un regalo. Tampoco una bendición. Es un compromiso.

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