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Francisco Guerrero: «Me tendré que matar cuando deje de vivir»

Publicado el 08 diciembre 2013 por manuguerrero


Paco Guerrero

Nota de Francisco Guerrero

El último libro de Julia Navarro comienza con la frase “Hay momentos en la vida en los que la única manera de salvarse a uno mismo es muriendo o matando”. Cuando comencé la lectura de este libro y leí estas palabras dejé de leer y me quedé unos minutos reflexionando. Me habían impactado, pensaba que esta frase también valía si se enunciaba así: hay momentos en la vida en los que la única manera de salvarse a uno mismo es matándose o pidiendo que lo maten.

Nació en mí la necesidad de compartir mi experiencia sobre cómo recibí el diagnóstico de la enfermedad que padezco (y sufrimos mi familia y yo) cómo compartí esa vivencia con mi familia, cómo la trasmití a las personas más cercanas, las decisiones que tomé y las esperanzas que me quedan.

El breve relato autobiográfico que podéis encontrar a continuación es el fruto de aquella necesidad. Os invito a leerlo a todas aquellas personas que os mostréis interesadas.

¿Cómo dije? «Me tendré que matar cuando deje de vivir»

 

Fuera de allí hacía un frío seco, aquella tarde de enero del año 2004. Ya había oscurecido. Tenía cuarenta y ocho años de edad, llevaba un tiempo sin poder correr y, a veces, tropezaba con el pie izquierdo. Me encontraba en la sala de espera de la consulta privada de un neurólogo, situada en el centro de la ciudad, era la segunda vez que acudía a aquel especialista, lo hacía acompañado de mi mujer; nos mirábamos sin hablar, no hacía falta, nuestras miradas lo decían todo: incertidumbre, inquietud, impaciencia, temor, esperanza. Una mezcla de sentimientos inundaba nuestras mentes. En la primera visita, el doctor me había realizado una exploración exhaustiva y yo le había entregado todos los resultados de las múltiples pruebas que me habían realizado, sin que ningún otro médico supiera decirme a qué se debían aquellos síntomas.

Cuando tocó mi turno, pasamos a la consulta, arrastraba el pie izquierdo debido a la situación de estrés en que me encontraba. El doctor me miró fijamente, sin pedirnos que nos sentásemos, ni preámbulos y con total convencimiento, me dijo: padeces esclerosis múltiple primaria progresiva, debes comunicárselo a tu médico de familia. A aquellas palabras le siguió un silencio expectante, nosotros esperando más información y el médico esperando nuestra reacción. Este silencio me pareció interminable, fui yo quien lo interrumpí dirigiéndome al doctor inquiriéndole para que fuese más explícito y me informara sobre aquella enfermedad, de la que desconocía absolutamente todo. El profesional nos dijo que se trataba de una enfermedad neurodegenerativa, autoinmune e incurable, que afectaba al sistema nervioso central.

Salimos a la calle. El viento gélido nos castigaba el rostro. Yo continuaba arrastrando el pie. En mi mente se repetían continuamente aquellas palabras descriptivas de la enfermedad, sin conocer su verdadero alcance, presagiaba que el futuro se me presentaba muy oscuro, quizá amargo, doloroso, lleno de sufrimientos… Agarrados del brazo nos dirigimos a la parada de autobuses y, sin mediar palabra, nos subimos al primero que llegó con destino próximo a nuestro domicilio. El diagnóstico era una carga tremenda para ambos por la incertidumbre que nos creaba, ante una enfermedad que desconocíamos por completo. Estábamos meditabundos. Mirábamos sin ver, oíamos sin escuchar, caminábamos sin prestar atención a nada, sin ser conscientes del lugar en el que nos encontrábamos (no hacía falta llevábamos años recorriendo aquellas calles) tampoco éramos conscientes de las personas con las que nos cruzábamos. Así hasta llegar a casa, como meros autómatas.

Nos cambiamos de ropa. Mi mujer, ensimismada, se dispuso a preparar la cena. Yo conecté el ordenador de dos gigabytes de disco duro, sin acceso a Internet (tampoco tenía familiaridad en el manejo de aquella red informática), esperé a que estuviese preparada la máquina y accedí a la enciclopedia Encarta, que tenía instalada. Tecleé esclerosis múltiple, pulsé la tecla Intro y apareció una breve descripción que, en modo alguno satisfizo mi afán de conocimiento sobre aquella enfermedad, sin embargo, dejaba muy claro que en la mayoría de los casos era mortal.

Tras leer que me había sido diagnosticada una enfermedad mortal, mortalidad muy probable, me cayó una losa encima en forma de pensamiento: cómo y cuándo  decírselo a mi hija, mi hijo, mis ancianos padres y mi único hermano (cinco años mayor, enfermo crónico y dependiente desde la edad de catorce años). Aquel pensamiento me impedía dormir, pasaba el día abstraído. No podría continuar así mucho tiempo, tenía que afrontar la situación, apechar con lo que me tocaba.

Dos días después decidimos, mi mujer y yo, comunicarles a nuestra hija y a nuestro hijo la tremenda noticia. Estábamos los cuatro reunidos en el salón de nuestro hogar que aquel día lo encontraba más frío y desagradable, extrañamente inhóspito. Yo tomé la palabra, les informé sobre la enfermedad que me había sido diagnosticada y de lo poco que conocía sobre ella en aquel momento, lo hice de forma tranquila y sosegada, sin ocultarles nada. Aquellas palabras fueron seguidas de un silencio tenso y receloso. Las miradas incrédulas y escépticas de nuestros hijos se dirigían hacia nosotros,  nos miraban a uno y a otro, buscando un gesto, alguna muestra que les indicara que aquello no era real, muestra que no se produjo. Fue nuestro hijo el primero que no pudo contener las lágrimas, después le seguimos los demás. Teníamos que desahogarnos de la tensión acumulada en aquellos interminables minutos. Sentíamos rabia, dolor, impotencia… Yo les dije que cabía la esperanza de error en el diagnóstico y que estábamos dispuestos a buscar otras opiniones, pero de poco sirvió para cambiar el estado anímico de todos. Aquélla fue una tarde triste, muy triste.

Una semana más tarde, estando en casa de mis padres, vivienda colindante a la nuestra, visitándoles a ellos y a mi hermano, como solía hacer todos los días, decidí no esperar más tiempo para decirles por qué llevaba un tiempo sin salir a correr. Paradójicamente, con ellos resultó más fácil, en parte porque les suavicé la información, omitiendo las partes más crueles e innecesarias, que además no estaban contrastadas, y, por otro lado, ellos no se enteraban demasiado de la trascendencia de aquel diagnóstico, al menos así lo percibí.

Paulatinamente fui informando a mis amistades y colegas. A las primeras lo hice directamente, pudiendo comprobar que de la enfermedad conocían igual que yo antes del diagnóstico, absolutamente nada, las más atrevidas se arriesgaban a asegurar que se trataba de una enfermedad que afectaba al aparato locomotor. Al sacar de su error a unas y profundizar en la información con las otras, diciéndoles que afectaba al sistema nervioso central, que era progresiva e incurable, aquello les imponía lo suficiente para saber que se encontraban ante una enfermedad muy grave. Todas me mostraron su cariño y pesar por semejante noticia. Mis colegas se fueron enterando a través de terceras personas. Cuando se cruzaban conmigo en los pasillos de Jefatura, me evidenciaban su disgusto ante lo que me ocurría y buena predisposición para lo que necesitara. Igualmente mi jefe (Jefe de la Policía Local de Córdoba) y el Delegado de Seguridad fueron muy considerados conmigo.

Simultáneamente, todo el tiempo que tenía libre lo dedicaba a buscar información sobre aquella enfermedad así como doctores de reconocido prestigio relacionados con su diagnóstico y tratamiento, quería saber a qué me podría enfrentar en el futuro inmediato, al tiempo que no estaba dispuesto a descartar la posibilidad de error en el diagnóstico, ¡aún cabía esperanza!

Al primer lugar que acudí fue a la biblioteca del Centro Cívico de mi barriada, la cual solía visitar en verano, era la época en la que dejaba a un lado los estudios y disponía de más tiempo para la lectura de evasión. Estaba atendida por un joven afable. Le expuse el tipo de información que buscaba a aquel joven, el cual me inquirió sobre si tenía algún familiar que la padeciese; le dije que no, que yo había sido diagnosticado. El muchacho se sinceró rápidamente, me confesó que padecía aquella enfermedad en su forma remitente recidivante, que había tenido un solo brote hacía años, no le había vuelto a ocurrir y que se encontraba perfectamente, ya que no le había dejado ninguna secuela. El joven lamentó que la Biblioteca Municipal no dispusiese de libros que trataran sobre aquella enfermedad para podérmelos dar en préstamo. Me dijo que en Córdoba disponíamos de una asociación, ACODEM, y el lugar en el que podía encontrar su sede. Nos despedimos deseándonos suerte mutuamente.

Me levanté, tomé un desayuno ligero, me aseé y vestí. La mañana era soleada y fría. Decidí ir a la Asociación Cordobesa de Esclerosis Múltiple. Una vez en la Plaza Vista Alegre, frente a la fachada de la sede de la Asociación, pensé en los cientos de veces que había pasado por aquel lugar, sin fijarme siquiera en la existencia de aquel rótulo, mucho menos pensar en el dolor que se paliaba en el interior de aquel Centro. Después de unos minutos mirando y meditando, entré. Me recibió su directora, una señora agradable por naturaleza, con gran capacidad de afecto y empatía, a la que le expuse mi situación y la necesidad que tenía de información sobre la enfermedad, así como sobre médicos de reconocido prestigio, relacionados con aquella enfermedad. Esta señora, con extraordinaria amabilidad y sensibilidad, me habló de la enfermedad sin restarle importancia ni mostrarme su cara más amarga, me dijo que si una mañana me levantaba con un síntoma importante, no debía asustarme ni preocuparme, ya que esos síntomas solían remitir. Fue tajante negando que fuese una enfermedad mortal, como la definía la enciclopedia Encarta, diciendo que aquella definición era totalmente falsa. Me regaló un ejemplar de cada uno de los diferentes trípticos, manuales, folletos, etc. de los que disponía la Asociación. También me facilitó el nombre de dos neurólogos; con el que me había indicado mi médica de familia ya disponía de tres nombres. Me acompañó hasta la puerta, donde nos despedimos.

Me dirigí directamente a mi casa. Una vez allí, leí con avidez todo el material del que disponía y en modo alguno sacié mi ansia de conocer. Unos textos eran muy técnicos, otros muy ambiguos y otros muy simples. Sin embargo, con todo el material que había conseguido recopilar hasta ese momento, las manifestaciones recabadas y haber visto a varios enfermos en situaciones muy dispares, ya tenía una idea meridianamente certera del tipo de enfermedad a que me enfrentaba. No era mortal, eso me quedó claro, pero disminuía la esperanza de vida, según algunos artículos, cuatro meses por año. Era mucho peor que mortal. Era caprichosamente incapacitante, hasta el extremo de poder dejar a la persona como un objeto que piensa y siente, sin poder mover un solo músculo, con una rigidez espantosa, el cuerpo agarrotado, sin poder hablar ni ingerir alimentos, sólidos o líquidos, no podría espantarme una simple y molesta mosca ni pedir a otra persona que lo hiciera en mi lugar. Aquel panorama era infinitamente más cruel e inhumano, no se trataba de una enfermedad que, con ciertos sufrimientos y sin perder la autonomía o perdiéndola un corto espacio de tiempo, me llevara a la muerte, que, al fin y al cabo, todos deberemos afrontar antes o después, sino que se trataba de una tortura lenta e infinitamente larga.

Dos de los especialistas de prestigio, que había conseguido sus nombres, pasaban consulta en Sevilla. Me las ingenié para que me dieran cita el mismo día y en horas suficientemente separadas para poder acudir a ambas sin tener que hacer dos desplazamientos a aquella ciudad.

Había amanecido un día soleado y agradable. Mi mujer y yo emprendimos viaje a Sevilla en nuestro Peugeot 309 Vital, color rojo, provistos de todo mi historial médico. Era el día en el que teníamos puestas todas nuestras esperanzas de error en el diagnóstico. La incertidumbre corroía nuestras mentes. Estábamos deseando y temiendo terminar las dos consultas.

 Los dos neurólogos coincidieron en que el diagnóstico era precipitado. Había que hacer una punción lumbar para afinar más en el de esclerosis múltiple y esperar la evolución para el de la forma, en este caso primaria progresiva. Consulté con mi mujer, llegando a la conclusión de que no peregrinaríamos más. Decidimos que uno de aquellos especialistas me trataría, como así fue.

Tanto la punción lumbar como el paso del tiempo fueron favorables a aquel terrible y temido diagnóstico.

Siempre había tenido la convicción de que, si llegaba el momento, no quería padecer sufrimientos difíciles de soportar que no condujeran a algún fin deseable, por ello me sentía con el derecho a disponer de mi propia vida. Esa convicción me había llevado, junto a mi mujer, años antes, estando “sano”, a una notaría para efectuar, ambos, un testamento vital que contemplara la eutanasia.

Lo realizamos a media mañana de un día perdido en los entresijos de mi memoria. La notaría se encontraba en el centro de la ciudad. Nos hicieron pasar al despacho del oficial, un hombre de mediana edad y amable en las formas. Le transmitimos nuestra pretensión. El oficial quedó perplejo unos segundos, pasada la sorpresa inicial, nos indicó que debía consultarlo con el notario, a lo que asentimos. Salió del despacho y regresó minutos más tarde. Nos dijo que lo que queríamos no se podía realizar, dado que la eutanasia no estaba legalizada. Yo insistí, diciendo que se trataba de dejar constancia para una hipotética situación futura en la que no pudiéramos expresar nuestra voluntad y estuviese legalizada la eutanasia. Todo fue inútil, la negativa era rotunda.

Salimos de la notaría decepcionados. Fuimos caminando hasta casa. Decidimos dejar aquel empeño, por el momento. Total se trataba de una hipótesis que sentíamos tan remota e improbable, en aquella fecha, para nosotros, que no nos pareció conveniente dedicarle más tiempo. Nos quedó la duda de si aquel profesional había antepuesto sus creencias religiosas a sus obligaciones profesionales, duda que no nos quitó el sueño.

Ahora aquella hipótesis tan remota e improbable se había convertido en próxima y probable para mí. No estaba dispuesto a ser sorprendido por aquella caprichosa enfermedad en nada, pondría todo de mi parte para afrontar lo que me pudiese venir.

Mi mujer y yo comenzamos por lo más inminente, buscar una vivienda accesible o que pudiéramos convertir en accesible y disponer nuestro entorno para el peor de los casos. Nuestro ámbito en modo alguno estaba preparado para ello.

Asimismo, pedí a ella que comenzara a prepararse para obtener el permiso de conducción (hasta ese momento aquella decisión se la había dejado a ella sin inmiscuirme), pero ahora se lo rogaba porque podía resultar importante para nuestra futura libertad de movimiento. Ella no era muy simpatizante del volante, pero se matriculó en una autoescuela y unos meses más tarde obtuvo su permiso.

Una mañana, acompañados de nuestro hijo, fuimos a realizar nuestras voluntades vitales anticipadas, esta vez sí, al amparo de la nueva ley aprobada por la Junta de Andalucía.

Tuve conocimiento de la existencia de la Asociación Derecho a Morir Dignamente (DMD), a la cual solicité ser admitido como socio. Mi mujer comenzó a sospechar que, para mí, aquello era algo más que una hipótesis y se negó a solicitar su admisión como socia, lo que hizo años más tarde.

Si llegaba el momento, no estaba dispuesto a comenzar un entramado legal de peticiones, ruegos, sentencias, etc. La experiencia vivida por otras personas me hacía desconfiar de la Justicia, eufemismo admitido por la Real Academia de la Lengua que la define en una de sus acepciones como Poder Judicial. Poder que, en todas las sociedades, no administra justicia, sino legalidad, independientemente de que las leyes puedan ser más o menos justas. Desde su propio seno claman voces sobre la injusticia de ciertas normas que tienen que aplicar. Mucho menos podía confiar en quienes tienen el poder para legislar, a quienes sólo les mueven sus intereses partidistas y sectarios. No, aquello tenía que resolverlo por mis propios medios, antes de que la enfermedad me impidiera llevarlo a cabo de forma autónoma.

El siguiente paso era el más duro, tenía que decir a mis seres queridos: me tendré que matar cuando deje de vivir, si a esto último me lleva la enfermedad; en tal caso, harto de falta de vida y un horizonte de aumento constante de sufrimiento, la muerte sería mi felicidad y mi descanso.

Mi mujer, como no podía ser de otra forma, era conocedora de mi forma de pensar  respecto a la eutanasia, la cual compartía. La conocía y compartía como forma de vida en pro de ciertas convicciones, muy remotas para ser aplicadas sobre nosotros. Últimamente sospechaba que yo ya no lo veía de aquella forma tan remota e improbable para mí. Aquello le removía los cimientos de sus propias convicciones.

Una tarde, estando solos en nuestra casa, le confesé que estaba dispuesto a morir dignamente, que no dejaría que la enfermedad me consumiera hasta sus últimas consecuencias. Ella se negó rotundamente a admitirlo, rechazando de plano tal idea. Hasta tal punto discrepábamos que dejamos de hablar de aquel asunto, formando una especie de tabú en torno al mismo.

Así fueron pasando los años, la enfermedad, implacable, fue socavando mi salud y, con ello, suavizando el rechazo de mi esposa a asumir algo tan natural e inherente al ser humano como es negarse al sufrimiento inútil, sufrir por sufrir, sin ningún tipo de expectativa ni recompensa. De esta manera, finalmente, se adhirió a mi forma de afrontar la situación.

Con mis hijos no hablé de la eutanasia, en un principio, puesto que continuaba siendo una hipótesis. Si bien, a medida que fueron pasando los años y mi salud iba siendo socavada por la enfermedad, aprovechaba cuando aparecían noticias sobre enfermos en situaciones extremas para mostrarles mis convicciones al respecto. De aquel modo, sin brusquedad, fueron aceptando que el sufrimiento sólo es admisible con expectativas de compensación. A lo largo de la historia podemos comprobar que el ser humano jamás ha estado dispuesto a sufrir sin obtener una recompensa a cambio, ideológica, religiosa, etc.

Mis amistades se fueron informando, sobre mi determinación referente a disponer de mi propia vida, con el paso del tiempo y a medida que, en el transcurso de alguna conversación, venía a colación tal materia. Fueron tres los casos más destacables y representativos, coincidiendo con mis tres mejores amistades, cada una tuvo una reacción totalmente distinta, no por ello variaron en afecto y cariño. Una amiga asumió mi postura con total naturalidad, coincidía conmigo totalmente y, por supuesto, me apoyaba en todo. Otra amiga se mostró contraria, en su fuero interno se negaba a perder a un amigo, pero estaba dispuesta a respetar mi decisión e igualmente me mostraba su apoyo incondicional para ayudarme en todo lo que estuviera a su alcance. Mi amigo se negó en rotundo a aceptar tal decisión, me animaba a luchar, apelando a mi espíritu batallador, así estuvo años. Hasta que viendo mi firmeza y determinación, dando muestras de su amistad incondicional, un día me expresó que se pasaba a mi bando definitivamente y que lo tenía de mi lado como un gregario para todo lo que necesitara.

A mis padres y a mi único hermano fui incapaz de trasmitirle semejante decisión, aquello me superaba en demasía. No sería capaz de soportar el dolor que les causaría. Sólo para evitar aquel sufrimiento a mis padres sería capaz de posponer mi marcha, si llegaba el caso, aquella sería sobrada recompensa para soportar los sufrimientos que me viniesen, pero la sociedad me tendría que asegurar mi derecho de salida cuando ellos faltasen. Condición que no se daba.

Mis padres habían sufrido tanto… eran tantos años de amargura… Sus vidas se truncaron al caer enfermo su primogénito, con tan solo catorce años de edad. Sólo me quedaba esperar que el destino fuese más benévolo con mis ancianos padres de lo que había sido hasta entonces.

Ahora, finales del año 2013, mi salud se encuentra gravemente deteriorada y, bueno, continúo luchando y esperando la curación…

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13 Comentarios en esta entrada

  1. egea Says:

    Estoy contigo. Totalmente de acuerdo en tu explícita,dolorosa e inquitante exposición. Mi apoyo total. Paco.

  2. Francisco Guerrero Says:

    Muchas gracias, Egea, por tu apoyo, que me consta que es totalmente sincero. Un abrazo

  3. manolo Says:

    Que parecido todo , estoy con tu lucha mucha fuerza .

  4. manolo Says:

    estoy contigo, como se parecen mucho animo , saludos

  5. bartolome Says:

    Paco, eres un valiente y tu familia también, hoy as conseguido emocionarme otra vez, cuenta con mi respeto y apoyo.

  6. Francisco Guerrero Says:

    Muchas gracias, Bartolomé.
    Te admiro desde que te conocí. Tuviste la fuerza, el coraje, la determinación y la perseverancia para, desde la nada, fundar ACODEM, una asociación que ha hecho, hace y hará mucho bien a los enfermos de esclerosis múltiple. Por eso estás muy alto en mi escala personal de valores.
    Con este texto y el anterior pretendo dos cosas fundamentalmente, a saber:
    1.Difundir la existencia de esta enfermedad (la gran desconocida) y lo dura que puede llegar a ser para quienes la padecemos y nuestras familias.
    2.Crear conciencia sobre la disponibilidad de la propia vida. Resulta incomprensible que el Estado imponga la vida en contra de voluntad de su titular.
    He dicho Estado y en realidad debería haber dicho los dos partidos alternantes en el gobierno que, con la legitimidad fraudulenta de las urnas, imponen sus intereses partidistas a la verdadera voluntad del pueblo soberano. Pero, bueno, esto excede a este comentario. Daría para que conversáramos varias tardes tomando café.
    Un abrazo.

  7. Q descase Says:

    Derecho a morir ya

  8. Pepe Moyano Says:

    Paco eres grande y cada día que te leo me pones los pelos de punta por tu valentia y positivismo ante las circustancias. Estoy contigo y tu familia en lo que decidais y en contra de quien os deniega, lo que deberia ser un derecho.

  9. Francisco Guerrero Says:

    Gracias, Pepe. Jamás he dudado de tu amistad y apoyo. Son muchos los cafés que hemos compartido conversando y muchas las horas de clase en las que hemos asimilado conocimientos, al mismo tiempo los dos; incluso, a veces, poniendo en aprietos a los profesores, en algunos casos más jóvenes que nosotros.
    Un fuerte abrazo para ti y para Sole. Que tengáis felices fiestas y que el próximo año se cumplan todas vuestras expectativas.

  10. miguel Says:

    Gracias por el ejemplo de lucha y fuerza que trasmites a todos. Eres un puñetero guerrero del que me cuesta trabajo pensar que no gane la batalla. Sabes que te quiero y siempre estaré contigo. Un abrazo

  11. Francisco Guerrero Says:

    Qué te puedo decir a ti que no sepas. Tú eres el gregario de mi relato (lo sabes), ése que está ahí cuando lo necesito, quien no deja de animarme. De sobra conoces que si esta guerra la pierdo es porque estoy rodeado por un enemigo muy superior, que a pesar de mi resistencia me va ganando terreno, dejándome sin armas y provisiones. Pero si la pierdo, sin que me sorprenda la derrota, no permitiré que me torture y se ensañe conmigo (también lo sabes). Un abrazo

  12. Carlos Says:

    Ante todo desearte fuerzas y ánimo para seguir adelante, padezco esclerosis múltiple desde el año 2007 tengo en este momento 46 años, el momento del diagnostico fue duro, difícil con las incertidumbres que esto genera. Mi meta es «vivir» y hacerlo de la mejor manera posible, pensar y hacer de cada día de mi vida el mejor para mi y mi familia. Porque el futuro no está, es intangible y vivir pensando en lo que puede pasar me asustaría y ni siquiera se si me va a pasar.
    Mi deseo desearte lo mejor y eso incluye una buena vida!!
    Que Dios te bendiga

  13. Francisco Guerrero Says:

    Carlos, creo que no tengo el placer de conocerte personalmente, a pesar de ello y de nuestras diferentes convicciones, en algunos aspectos, estoy seguro que más que obstáculos serán enriquecimiento para ambos, en nuestras relaciones futuras, si eres la persona que he tenido el placer de que me agregue actualmente en Facebook.
    Muchas gracias por desearme fuerzas y ánimo, seguro que en eso no te voy a defraudar. Estamos en el mismo barco y nuestras metas coinciden, vivir adaptándonos a las tempestades a medida que hagan acto de presencia y maniobrando para que causen el menor impacto negativo en quienes nos acompañan y en nosotros mismos, pensando lo menos posible en el pasado y en el futuro.
    Continuando con la metáfora, deseo que los vientos te sean favorables en todos los aspectos de la vida.

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